DICIEMBRE DE 1979

 DICIEMBRE DE 1979: EL AMOR POR LOS SEISES

Vamos a viajar en el tiempo. Nos vamos al año 1979. Siéntanlo de esa forma. Estamos en 1979...

Cualquier día de baile el rito comenzaba sobre las cuatro de la tarde en una pequeña habitación con entrada desde el Patio de los Naranjos, según se entra por la Puerta del Perdón y situada en el lado izquierdo, bajo la sala de la biblioteca, frente a la Puerta de la Concepción. A este oscuro y frío habitáculo, donde años atrás las costureras tenían ocupación con las piezas ornamentales sagradas, se empezaba a ver llegar niños desde sitios tan distantes como del Tiro de Línea, de la Puerta de Carmona, de San Bartolomé, de la Puerta de la Carne, de Juan XXIII, del Polígono de San Pablo, del Centro, de Santa Cruz, etc. que Sevilla era ya grande. Eran niños del Coro de la Parroquia del Sagrario, del Colegio de San Isidoro, de la Escuela Francesa... En el lugar, la animación propia de cualquier reunión de infantes y el carácter patrimonial de descendientes de no precisamente una gran riqueza material, que sí espiritual. Estamos en el interior, después de traspasar el marco de una delgada puerta de madera y cristal, y la gruesa madera principal que, entreabierta, deja pasar tímidamente a los únicos rayos de luz natural que osan luchar contra la pobre luz de una bombilla amarillenta por los años que hace cuelga de un cable sucio y retorcido. Arriba, nada más que eso. Abajo, un solado oscuro con losetas que se escapan de sus huecos y compiten entre sí por alcanzar más altura. Y entre ambos, cuatro paredes que no recuerdan ya los últimos cosquilleos que una brocha les hacía. A la izquierda, un perchero con muchos brazos de los que cuelgan bastantes ropones antiguos de color azul oscuro con tiras bordadas, que se van a extender hasta las rodillas de los cantores del coro, que serán quienes los utilicen. Al frente, unas cuantas banquetas de palo con rústicas hechuras. A la derecha, unos largos bancos de madera rudimentaria, y en el rincón junto a la puerta, un viejísimo piano que va a ser el acompañante de un ensayo que vamos a contemplar ahora mismo. Pero antes ha entrado una señora de edad, que se encargará de arreglar a los Seises. Los danzantes se han colocado ya las medias y sus ligas, y también los gregüescos de damasco blanco que esta mujer les termina de atar con sus lazos bajo las rodillas. Después se han calzado las zapatillas. Y seguidamente se han colocado los cuellos, cuyas cintas de ajuste se cruzan detrás del mismo, pasan por la espalda y bajo los brazos hacia delante enlazándose los cabos sobre el pecho. Ahora se colocan los vaquerillos, cruzados y recogidos con su cinturón. Encima de aquellos, una banda blanca con pliegues que cruza el pecho y la espalda del Seise, como sujetada en el hombro por un broche dorado. Y para finalizar, sus sombreros adornados con plumas de marabú. Ana, la mujer que los está arreglando, se esmera sobre todo con el bombacho, con el cinturón que ha de recoger con soltura el vaquero y con la banda blanca, que ha de prender sobre el hombro derecho a cinco Seises y sobre el izquierdo a los otros cinco, según sean sus posiciones al ocupar su lugar de baile. Se han vestido tranquilamente los Seises y también los niños del coro con sus ropones azules y sus calcetines blancos con zapatos negros. Están dispersos por las sillas y los bancos. Ahora llegan algunas niñas, así mismo pertenecientes al coro de la Parroquia del Sagrario. Ellas cantarán vestidas de calle porque no existe en la Catedral algo con que ataviarlas. Por ser niñas, no habrían podido en tiempos anteriores permanecer en el Altar Mayor, y para estas circunstancias tan especiales incluso han de llevar mejor pantalones que las confundan, para algunos canónigos, entre los niños. A esta descripción de imágenes acompañan comentarios propios de quienes son compañeros de colegio y parroquia, mientras aguardan la llegada de sus dos instructores. Entreabriendo la puerta se ha asomado al interior quien oficialmente es el Maestro de Capilla en funciones, el primer tenor de la Catedral y canónigo Francisco Teruelo. Ha dado las "buenas tardes" y comprobado que todo se desarrolla adecuadamente. Teruelo es quien tiene la voz de los Seises en el Cabildo Catedralicio, porque han de estar ambas instituciones estrechamente unidas, pero por lo demás, la realidad en la enseñanza de los Seises y el coro es bien distinta. Pero antes de llegar a estas conclusiones, retrocedamos algunos años en el tiempo para estar de nuevo junto al, ahora jubilado, canónigo Urcelay en plena dirección de un baile de Seises. Él, elegante como nadie, subido en su banco; a su izquierda los músicos que, a diferencia de ahora, permanecían durante toda su intervención de pie, exceptuando al violonchelista  por motivos claros de entender. A su derecha, los Seises danzando en el espacio central, y a su frente, los escolanos de su fundación. Delante los más pequeñitos, con los cuellos doloridos de mirar hacia arriba las manos nervudas del director; y hacia detrás, muchas filas de cantores en orden de altura ascendente, que bien le gustaba al canónigo vasco ver todas las cabezas de sus aprendices y, sobre todo, tenerlas a mano para premiar con un coscorrón a la de aquel que no se comportara en el tono. En las últimas filas figuran quienes hace años estaban en las primeras, hoy ya muchachos que, con voz de contralto le dan a la copla ese eco imaginario de los tiples y sopranos, con suficiente fortaleza que haga mella en la grandiosa caja de resonancia que es el crucero de la Catedral. Como vemos, esta descripción resulta hermosa, como siempre. Pero visualmente no lo era: estamos en la Octava de Corpus del año 1979 contemplando la más triste imagen de un baile de Seises, que para males mayores se realizaba ante un Altar Mayor en obras de restauración, repleto de andamios y cubierto a trozos con papeles. Lo que se estaba viviendo no era sino la propia antesala de la jubilación del Maestro de Capilla, de la disolución de su Escolanía Virgen de los Reyes, que era cantera de Seises, y de la desaparición de los Seises en sí. Sevilla no hallaba respuesta convincente para semejante desatino. No era suficiente la jubilación de un canónigo para justificar la repentina pérdida de un ser con varios siglos de vida. Tan solo cabía una explicación: los Seises llevaban demasiado tiempo bajo las mercedes del canónigo Ángel Urcelay. Al retirarse la única viga que sustentaba el edificio, este se desmoronaba irremediablemente. A partir de la situación narrada, la inminente desaparición de tan ancestral tradición encontró una providencial oposición en Don Miguel Vázquez Garfía, director de la Coral y del coro de la Parroquia del Sagrario, organista de dicho templo, profesor de piano, compositor, profesor y subdirector de la Escolanía Virgen de los Reyes, integrante desde su fundación y discípulo de Urcelay, quien tomó la determinación y enorme responsabilidad de no consentir la pérdida de tan hermoso rito y alabanza al Santísimo Sacramento. De esa forma se transformó en el nuevo director del coro y de Seises, y con la ayuda de Don Juan Cala Fernández, auxiliar de Urcelay y antiguo Seise, acogieron la no fácil empresa de volver a crear lo que ya no existía. En pocos meses y con la maestría que ya contaban reunieron a los niños, calibraron sus voces y su danza, y ensayaron todo lo necesario hasta llegado el día 8 de diciembre de 1979, día de la Inmaculada Concepción y primero de su Octava. A las cinco de la tarde presenciamos en el Altar Mayor la verdad del ensayo que ha tenido lugar hace un rato en esa lúgubre habitación que antes veíamos en el Patio de los Naranjos. En su interior, un grupo de niños y niñas cantando, diez Seises bailando, un ex-seise dirigiendo la danza y un director y profesor pianista en el teclado han hecho detenerse el tiempo en el patio árabe. Los naranjos se han helado, las palomas se han cobijado, los gorriones han enmudecido en su piar para no perturbar a unos trinos celestiales que solo de amor van bañados y quienes se encuentran ante la puerta y su inmediación no articulan palabra alguna que quede desvirtuada junto a la emoción que en verdad se siente y el orgullo por los que se hallaban en el interior de esa triste y fría caja de resonancia. Y aunque existía un abismo entre el calor generado desde la habitación  y el fresquito propio de una tarde de diciembre en el Patio, ambos extremos se unen en abrazo conmovedor cuando se abre la puerta y bajo su marco aparece el grupo de los ropones azules con caritas expectantes ante las miradas de los curiosos. Detrás salen los Seises, detrás Juan Cala y por último Miguel Vázquez que cierra el cofre que semejante joya ampara. Caminan junto a la pared de la biblioteca hasta la esquina y cogen a la derecha para entrar por la nave del Lagarto hasta desembocar junto a la Capilla de la Virgen del Pilar. Se encaminan hacia el lateral del Coro por cuya puerta acceden en fila de dos. Marcha el grupo en silencio, mas en las caritas de los Seises se oye muy fuerte: !¿ Como que los Seises se acaban ¡?, !¿ No nos veis que estamos aquí ¡?, ! Somos los Seises ¡, ! Los Seises de Sevilla ¡  Llega el momento del baile, los Seises avanzan hacia el Altar Mayor, el murmullo del gentío avisa de lo trascendental, los Seises reverencian y, sombrero en mano y al pecho, se colocan cada cinco frente a frente, el coro y los músicos atentos, Miguel Vázquez se sitúa al teclado del armonio, junto a él Juan Cala, Teruelo sube al banco de dirección, levanta sus manos y... comienza Oh, Reina de los Cielos, Purísima María, Oh, Madre Inmaculada del mísero mortal...después la danza, el estribillo cantando sus loores en placentera calma, de gozo llena el alma, de amor el corazón... ¿Hay algo más bello?, después el repique de castañuelas, la copla, el estribillo, la Salve...termina el gran día. Los Seises enfilan su regreso al Patio de los Naranjos rebosantes de alegría; sus familiares corren tras ellos para besarles. El gentío no sale aún de su emoción; la Giralda iluminada empieza a destacarse sobre el cielo anochecido. Ya no hay gorriones ni palomas. Y dentro de un momento no hay cantores... ni Seises... Solo queda el alborozo de una chiquillería que se escapa ya por la Puerta del Perdón soñando con volver a traspasarla mañana. El gran día había llegado a su fin.  Y Sevilla estrenaba Seises.


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